La religión tradicional pagana de Roma estaba constituida por ceremonias y ritos cuyo objetivo era asegurarse el favor de los dioses, la pax deorum. Con el tiempo se establecieron diversos cultos públicos que tenían lugar en los distintos santuarios y templos colocados alrededor de la ciudad. Entre los cargos sacerdotales más importantes encontramos a los augures, que se encargaban de tomar los auspicios en nombre del Estado (Augures publici populi Romani Quiritium).[1][2] Dicho, de otra manera, un augur era un sacerdote de la Antigua Roma que practicaba oficialmente la adivinación.
La excesiva cantidad y diversidad de presagios e interpretaciones, ya que cada clan, ciudad, individuo, etc. llevaba a cabo sus propios auspicios, causó que el sistema patricio de los augurios se fuera imponiendo sobre el sistema de los auspicios libres. Así, se creó el colegio de los augures.[2]
El nombre de augur deriva de augere “aumentar, hacer crecer” y significa en su origen “acrecentamiento concedido por los dioses a una empresa” y de ahí “presagio favorable”. Augur era el título oficial del sacerdote que formaba parte de un colegio y su nombre oficial era Augur publicus populi Romani Quiritium. Sus funciones estaban reguladas por unas normas recogidas en los libros de los Augures. Asimismo, existía un derecho augural y una educación propia de los augures, que se basaba, por lo que sabemos, en la Astrología, la Aruspicina y la Auguración.[3]
En el mundo romano los signos que reflejaban la voluntad de los dioses eran muy importantes, ya que todas las acciones que se llevaban a cabo debían estar respaldadas por la protección divina. Debido a esto, los augures observaban con mucho interés las aves (auspicia), las palabras presagiosas (omina), las advertencias en el cielo, los signos funestos (dirae), los prodigios (ostenta), las suertes (sortes) o las entrañas de las víctimas de los sacrificios (exta), para saber cuál era la voluntad de los dioses. Los signa que daban los dioses para comunicarse con los humanos podían ser de distintos tipos: omen; prodigium, movimientos o acciones singulares llevadas a cabo por seres vivos; monstrum, cuando los dioses se manifestaban a través de la naturaleza orgánica y viviente; ostentum y portentum, estando ambos relacionados estos últimos con la naturaleza inanimada. Asimismo, los augures dividían los signos en prodigios representativos, alegóricos y ordinarios, y se denomina procuratio a las medidas que tomaban los romanos después de haber visto una señal, una vez identificada la divinidad de la que provenía dicho prodigio. Las respuestas de los adivinos siempre presentaban la misma estructura: exposición de los motivos por los que se había producido la señal divina y descripción de las ceremonias expiatorias. Sin embargo, las auspicia oblativa, las señales no solicitadas, podían ser rechazadas no prestándoles atención (non observare), despreciándolas (refutare, repudiare), etc. [3]
Los augures existían desde la fundación de Roma, ejerciendo una práctica tomada de griegos y etruscos. Ennio, en su obra denominada Anales, describe un auspicio llevado a cabo por Rómulo y Remo, que se encontraban en disputa por el gobierno de la ciudad que iba a ser fundada. En este pasaje podemos observar como Rómulo y Remo se sientan para observar el vuelo de las aves, lo que nos aporta información importante sobre el ritual de los auspicios.[4]Es decir, el acto previo a la fundación de Roma fue una observación de los augurios. Además, Cicerón nos dice que Rómulo tuvo siempre muy en cuenta los auspicios y estableció augures, seleccionando uno de cada tribu, para que le ayudaran a la hora de tomar decisiones con respecto a los asuntos públicos. [3]
“Se cuenta que, en un principio, Rómulo, el padre de esta ciudad, no sólo la fundó contando con los auspicios, sino que incluso fue un excelente augur él mismo. Después, también los demás reyes se sirvieron de augures, y, tras la expulsión de los reyes, no se hacía nada de interés público sin contar con los auspicios, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra”[5]
Como derivan de Rómulo, eran los sacerdotes más antiguos de Roma. Sin embargo, el magistrado era el que tenía el derecho de los auspicios como bien nos lo explica Cicerón en las Filípicas.
“Porque nosotros los augures sólo podemos anunciar los auspicios, mientras los cónsules y demás magistrados tienen también el de observarlos [spectio].” [6]
Esta falta de autonomía explica el hecho de que los augures no tuviesen un jefe similar al pontifex maximus, sino que era el augur más antiguo el que los presidía y este sólo tenía la capacidad especial de convocar al resto de los augures para las sesiones mensuales o extraordinarias.[3]
Su corporación constituía uno de los cuatro prestigiosos colegios sacerdotales de la Antigua Roma. Era un cargo oficial, aunque también había augures particulares. Únicamente los magistrados podían consultar a los augures oficiales, en recintos especiales. El cargo oficial era vitalicio, compatible con magistraturas o con otros cargos sacerdotales. Disponían para su labor de dos tipos de libros: rituales y de comentarios. Los primeros contenían fórmulas fijas; los segundos recogían resúmenes de las actuaciones. Había dos clases de augures:
En un principio los sacerdotes eran miembros de la aristocracia gobernante, que también ocupaban magistraturas y mandaban los ejércitos.[1]Sin embargo, en el año 300 la plebe obtuvo el acceso a los colegios de los pontífices y augures. Esta formación de una nobilitas patricio-plebeya impulsó la aprobación de la lex Ogulnia, según la que se debían añadir a los 4 augures ya existentes 5 augures más, siendo estos últimos, plebeyos. [7]
Así, se dice que, mientras que en época de Rómulo hubo 3 augures, Numa incrementó el número a 5. A continuación, la ya mencionada ley Ogulnia establece 9, cuatro patricios y cinco plebeyos, Sila quince y César diecisiete. Como podemos observar, el número de augures siempre debía ser impar.[3]
En tiempos de la monarquía eran elegidos por el rey. Con la República, al principio eran elegidos por cooptación en el Colegio. Ningún augur que fuera enemigo de alguno de los augures ya existentes podía ser cooptado y, cuando se moría alguno de los augures, los restantes presentaban un candidato al Colegio, que debía dar su consentimiento, según la lex Domitia (104 a. C.) y la lex Atia (63 a. C.). Esta cooptatio era confirmada posteriormente por los comicios tributos. También había augures en las colonias.[3]
Posteriormente, fueron elegidos por el pueblo, con la excepción del período de la dictadura de Sila, en que se volvió al sistema anterior. Finalmente, en el Imperio fueron nombrados por el emperador. El cargo quedó suprimido por el emperador Teodosio.