La autofagia es un proceso catabólico altamente conservado en eucariotas, en el cual el citoplasma, incluyendo el exceso de orgánulos o aquellos deteriorados o aberrantes, son secuestrados en vesículas de doble membrana y liberados dentro del lisosoma/vacuola para su descomposición y eventual reciclado de las macromoléculas resultantes. Este proceso juega un papel esencial en la adaptación al ayuno y a las condiciones ambientales cambiantes, a la remodelación celular durante el desarrollo y acumulación de orgánulos alterados hipergeneradores de especies reactivas de oxígeno (ROS) en las células en envejecimiento.[1]
Durante la autofagia se forman, como se ha dicho, vesículas de doble membrana llamadas autofagosomas que capturan material citoplasmático y lo transportan hasta los compartimentos acídicos (vacuola en el caso de levaduras o lisosomas en el caso de células animales), donde son degradados por enzimas hidrolíticas. Una vez que los autofagosomas se han fusionado con los lisosomas, las vesículas resultantes (ya de membrana simple) pasan a denominarse autolisosomas. En mamíferos, la autofagia es un evento constitutivo que regula crecimiento celular, desarrollo y homeostasis. Mientras que en levaduras, la autofagia es inducida bajo condiciones de estrés celular, tales como falta de nutrientes, incremento de temperatura o estrés oxidativo. Los estudios más recientes apuntan que la autofagia, además de constituir un proceso reparativo, está implicado en fenómenos de muerte celular. Estos fenómenos han sido denominados "procesos de muerte tipo II" (no apoptótica).
El término «autofagia» fue acuñado por el bioquímico belga Christian de Duve en 1963.[2] La investigación contemporánea arrancó en la década de 1990 con la identificación en levaduras de los genes relacionados con este proceso.[3][4][5][6][7] Uno de los investigadores, Yoshinori Ohsumi, recibió el Nobel de Medicina en 2016 por sus trabajos.[8]